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¿Ciencia básica o aplicada? Momento de definiciones

Fuente: Qué Pasa – La Tercera, 06 de Marzo 2019

Hace unas semanas se realizó en Chile la octava versión del Congreso del Futuro, con una producción y organización cada vez más esmeradas. Al finalizar este evento, tuvo lugar, por primera vez en nuestro país, el evento “Nobel Prize Dialogue”, en el que cuatro galardonados con el Premio Nobel dieron charlas y participaron en paneles con investigadores nacionales. En este contexto me parecieron particularmente interesantes las distintas visiones planteadas por dos de los laureados –el físico Serge Haroche y el astrónomo Brian Schmidt– sobre el dilema entre invertir los dineros públicos en ciencia básica o aplicada, un debate que resulta muy pertinente en el Chile actual. Veamos lo que dijeron ambos.

El titular de la charla de Haroche fue “La utilidad del conocimiento inútil”. Más allá de este juego de palabras su tesis fue que la investigación básica -aquella que no tiene un propósito a priori y que él la calificó como aparentemente “inútil”- es aquella que conduce a aplicaciones prácticas “útiles”. Para ejemplificar lo anterior, Haroche citó varios casos. No se quedó en chicas y nos recordó incuestionables legados prácticos, tales como la computación y el GPS, que se han desprendido de las teorías fundamentales de la gravedad, el electromagnetismo y la física cuántica, desarrolladas por algunos genios de la historia como Newton, Maxwell y Einstein. La tesis de Haroche fue que “no es posible separar ciencia básica de la aplicada” como dos caras de una misma moneda. Así, hizo una férrea defensa para que los recursos públicos se destinen a ciencia básica, es decir, aquella sin propósito práctico pre-establecido, porque según él, las aplicaciones llegarán tarde o temprano.

A Brian Schmidt, hoy rector de la Universidad Nacional Australiana, le correspondió hablar sobre el “Rol de las universidades en la sociedad”. Con una mirada más amplia que la del investigador puro –gracias a su nuevo cargo, según él mismo reconoce–, comenzó por recordar el modelo de la universidad humboldtiana, cuyos orígenes se remontan a comienzos del siglo XIX, en la que investigación y docencia van de la mano y donde el académico tiene plena libertad para investigar lo que le parece interesante sin intervención del gobierno o la administración universitaria.

Si bien Schmidt reconoció que ese modelo sirvió para crear tecnologías que hoy se usan en la vida diaria y para formar líderes de gobiernos, enfatizó también que funcionó cuando menos del 1% de la población tenía acceso a la universidad. En este siglo, en cambio, cuando la universidad es el objetivo de la mayoría de las personas –con la legítima aspiración de lograr mejores empleos–, Schmidt planteó las siguientes preguntas: ¿Cómo lo harán los gobiernos para financiar el sistema? ¿Será posible que todos puedan ir a una universidad humboldtiana? ¿Qué pasará con los aportes públicos si los gobiernos están propendiendo a financiar una docencia más eficiente y masiva que no subsidie la investigación? Terminó su charla planteando la necesidad de un sistema más rico, no solo con universidades humboldtianas, que no es necesariamente lo que todos necesitan, sino también con educación técnico-profesional de calidad, con universidades poli-educacionales y con docencia más eficiente, y con otras universidades de muy alto nivel, con investigación más específica y desarrollo tecnológico que sean valorados por la sociedad.

Indirectamente, y con su característica diplomacia, Schmidt nos advierte que la investigación básica puede no ser necesariamente una prioridad en las sociedades del siglo XXI, quizás justamente por la parte de la historia que Haroche no cuenta: que miles de proyectos de investigación básica, financiada con recursos públicos, no han conducido a ninguna aplicación práctica que los ciudadanos puedan percibir como “útil”. Por ello Schmidt reflexiona desde una perspectiva diferente o, como se dice más coloquialmente, “piensa desde fuera de la caja”.

En Chile no estamos ajenos a estos debates y tensiones. Y en los momentos en que nace una nueva institucionalidad para la ciencia, toma especial relevancia la discusión sobre cuántos recursos públicos invertir en ciencia básica y cuántos en ciencia aplicada.

En los últimos 37 años, el principal programa de financiamiento público a la investigación científico-tecnológica en el país, Fondecyt, ha sido administrado soberanamente por consejos autónomos, autogenerados e integrados por personas del mismo círculo académico. No es sorprendente que este fondo haya estado dedicado principalmente a promover la investigación básica tradicionalmente fomentada por nuestras propias universidades humboldtianas. Prueba de aquello es que, de los 16.000 proyectos Fondecyt financiados en los últimos 25 años, solo 32 (hasta ahora) han conducido a patentamientos. ¿Debemos perseverar con esta lógica? ¿Lo entendería la sociedad del siglo XXI de la que hablaba Schmidt?

La conclusión no es, por supuesto, que se deba dejar de lado la ciencia básica o que haya que reducir esfuerzos en ella. Porque aunque tome tiempo en traducirse en aplicaciones prácticas o se quede siempre en el cajón de lo que algunos pueden llamar “inútil”, es la ciencia que nos ayuda a entender el mundo en que vivimos y a nosotros mismos en él, además de ampliar nuestro acervo de conocimiento y nuestra cultura, y de proyectarnos hacia el futuro.

La pregunta que debemos hacernos hoy es ¿qué hacemos con cada peso nuevo que podamos destinar a investigación? ¿Lo entregamos entero a la ciencia básica y nos sentamos a esperar pacientemente sus resultados o destinamos una parte relevante de esos nuevos recursos a la búsqueda de respuestas a problemas muy concretos y apremiantes, a la exploración de nuevas opciones de desarrollo para el país, a la urgente necesidad de alcanzar una mejor calidad de vida para todos los ciudadanos en armonía con el medio ambiente? Lo lógico parece ser lo segundo, incluso si nuestro objetivo fuera simplemente cuidar lo primero.